sábado, septiembre 14, 2024
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Por: José Luis Toro

En el otoño de 1787, Wolfgang Amadeus Mozart emprendió junto a su esposa Constanze un viaje hacia Praga. Debía presentar allí su ópera “Don Juan”, o “Don Giovanni”. Había la posibilidad de ser nombrado Kapellmeister (Maestro de coro o de capilla) en Praga. Obtener un puesto que le asegurara ingresos constantes era una de las preocupaciones de la pareja.

Es sabido que Mozart tenía a menudo que pedir dinero prestado para poder sufragar los gastos de la casa. Pese a la ingente y colosal tarea de composición musical a la que se dedicaba, no siempre estaba libre del acoso de los acreedores. El gusto del público era variable, como lo es siempre. Su última ópera, “Las bodas de Fígaro”, por ejemplo, no había tenido ningún éxito en su Austria natal, mientras que en Praga su éxito fue considerable.

En el ameno relato de Eduard Mörike, publicado el año 1855, con el título de: “Mozart en el viaje a Praga” (Mozart auf der Reise nach Prag), se cuenta una divertida anécdota que le sucedió a Mozart durante ese viaje.

Después de recorrer durante algunos días el camino hacia Praga, en su elegante carruaje lacado en amarillo, con adornos rojos, una mañana la pareja se topó con un paisaje encantador. Un bosquecillo cautivador de abetos y de otras plantas, emanando un aroma embriagador. Bajaron del vehículo y pasearon por el lugar. Divisaron una posada, se encaminaron hacia ella. La posada estaba vacía. Mozart pidió un vaso de vino, Constanze tomó agua. El posadero les sugirió tomar una habitación para descansar, y así lo hicieron.

Subieron a la habitación, que, aunque no muy limpia, resultó ser cómoda, y pronto se quedaron dormidos sobre la mullida cama. Después de un rato, Mozart se despertó y viendo que Constanze dormía a pierna suelta, decidió dar un paseo por los alrededores. No muy lejos de la posada había divisado un pequeño Castillo, y quiso verlo de cerca, caminó unos centenares de metros, hasta llegar a la puerta del jardín, que estaba abierta.

Dentro, el ambiente resultó ser de una magnificencia inusitada. Había fuentes que soltaban chorros de agua que regaban las plantas y la tierra, y que hacían que el espacio entero se impregnara de una frescura balsámica. Divisó también árboles frutales. Le atrajo particularmente un naranjo, del que colgaba la fruta madura, de color amarillo resplandeciente, con su forma de perfecta redondez.

El aroma que desprendían las naranjas era tan seductor, que no pudo resistirse a coger una de esas naranjas. La sostuvo entre sus dedos, en la palma de la mano, y la acercó a su nariz. Su aroma le pareció embriagador. Se sentó en una de las mesas que estaban alrededor, y con una navaja que llevaba, la partió en dos. Se sorprendió ante la exacta similitud de las dos partes. En eso, le inquietaron las fuertes pisadas de alguien que se acercaba. Se presentó ante él un hombre fornido, vestido con librea. Era el jardinero mayor. Le preguntó si era miembro de la familia que ese día tenía acordado reunirse en el Castillo y, ¿cómo había entrado? Mozart le dijo que estaba de paso, y que al ver la puerta abierta se había permitido curiosear. El jardinero le dijo que no tenía que haber cogido una naranja. Le explicó enfurecido que las naranjas estaban contadas, que estaban reservadas para la fiesta que tendría lugar en el Castillo, que el conde Shinzberg, así se llamaba el dueño del recinto, estallaría en cólera. Mozart que sonreía avergonzado, le pidió que lo llevara ante el conde, para disculparse.

“El conde no está ahora”, respondió el jardinero. “¿Y la condesa?, podría hablar con ella”, le propuso Mozart. “Ella en este momento está muy ocupada”, repuso el hombre “Hoy se celebran los esponsales de su nieta”. Mozart pensó que a lo mejor dándole una propina al jardinero éste podría dejarle ir sin más. Buscó en sus bolsillos, pero no encontró ni un céntimo. Pero sí encontró una `pequeña libreta y un lápiz. Así que se puso a redactar una nota de disculpas para la condesa.

Firmó abajo y le pidió al jardinero que le entregase esa nota. El jardinero fue a ver a la condesa que realmente se encontraba muy ocupada. Le entregó la pequeña hoja, y ella la guardo en un bolsillo sin apenas mirarla.
Mozart esperaba impaciente. En ese instante hizo su entrada al castillo la comitiva dirigida por el conde. Junto a él venía su nieta Eugenia, para anunciar su próxima boda con un joven teniente.

El jardinero se aproximó al conde, y le contó lo que había sucedido con una naranja. El conde se puso rojo de ira. “¡Te dije que la puerta de entrada debería estar siempre cerrada!”.

“Es un tal Morant”…

En ese instante apareció la condesa, dominada por una alegre agitación, con la hoja de papel en la temblorosa mano. “¿Sabes de quien se trata? ¡Tenemos con nosotros nada menos que a Mozart, el célebre compositor! Rápido, hay que invitarle, y rendirle todos los honores” dijo. El conde se muestra dubitativo, su ira aún no ha desaparecido, porque se trata del naranjo destinado a su nieta Eugenia. Mientras tanto, Mozart, medio prisionero, ha podido enviar un mensaje a la fonda en la que se hospeda. Hay un hijo de los condes que es apasionado seguidor del músico.

La misma nieta lo admira. Así que los condes van a buscar a Mozart, rogándole que él y su mujer se queden el resto del día con ellos. Envían a buscar a Constanze. Tienen un piano, en el que Mozart toca algunas piezas, entre ellas algo de su nueva ópera, “Don Giovanni, Don Juan”, esa grandiosa obra, basada en un libreto de Lorenzo da Ponte, en el que intervino también el mismo Giacomo Casanova.

Según se dice, después de oír la interpretación de “Don Juan” en el piano de la casa, a Eugenia, la nieta del conde, le pareció que en esas notas había algo de premonitorio, algo que presagiaba la muerte próxima del compositor.

Kierkegaard escribió sobre Mozart y su “Don Giovanni”:

“Desde el instante en el que mi alma por primera vez se sorprendió admirada ante la música de Mozart, humilde se inclinó ante ella, llegando a ser una ocupación refrescante, como esa alegre consideración griega del mundo, que llamaban cosmos, porque se presentaba como una armoniosa totalidad…así en el mundo de las ideas hay una rectora sabiduría que admirablemente noble une lo que pertenece a un conjunto. Así, Axel con Mitburg, Homero con la guerra de Troya, Rafael con el catolicismo, Mozart con Don Juan”.

José Luis Toro es periodista y abogado

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