Hoy es Viernes Santo y toda la Iglesia se une en duelo y espíritu penitencial para conmemorar la Pasión y Muerte del Señor.
La liturgia de hoy, en toda su riqueza, nos depara momentos intensos en los que podremos profundizar en el misterio del sacrificio de Cristo.
En todo el mundo cristiano se llevan a cabo diversas expresiones de fe: se reza el Vía Crucis [El camino de la cruz], se escucha el “Sermón de las Siete Palabras” -reflexión en torno a las palabras que Cristo dijo en la Cruz- y se realizan procesiones o liturgias públicas semejantes, presididos generalmente por la imagen de Cristo sufriente y de su Madre Dolorosa.
En Viernes Santo no se celebra la Santa Eucaristía ni ningún otro sacramento, a excepción, claro está, del Sacramento de la Reconciliación y la Unción de los Enfermos en caso de necesidad o urgencia.
Un día para poner el corazón frente al Señor
En la tarde del Viernes Santo se realiza la Celebración de la Pasión del Señor, que conmemora los distintos momentos por los que pasó el Salvador en las horas previas a su ejecución. Ese itinerario de dolor se recuerda paso a paso a través de la lectura de la Palabra, la Adoración de la Cruz y la Comunión Eucarística -consagrada el día previo, Jueves Santo-.
Paralelamente, la Santa Madre Iglesia nos invita a acompañar a la Virgen María en sus sufrimientos de madre. Ella nunca abandonó a su Hijo y, a diferencia de la gran mayoría de discípulos, no huyó y permaneció firme a los pies de la cruz.
Hacia el final de la Celebración de la Pasión, después de la Adoración de la Cruz, el Misal Romano contempla: “Según las condiciones del lugar o de las tradiciones populares y, según la conveniencia pastoral, puede cantarse el Stabat Mater, (…) o algún canto apropiado que recuerde el dolor de la Bienaventurada Virgen María” (VS, n. 20).
Por la noche, los fieles meditan el periplo de Jesucristo hacia el Calvario o Gólgota a través del Vía Crucis [El camino de la cruz]. Luego, antes de acabar el día, en numerosos lugares se celebra el “Oficio de las Tinieblas” en el que se recuerda la oscuridad en la que cayó el mundo cuando muere el Redentor. Dicha celebración, generalmente hecha dentro del templo y en un ambiente de creciente oscuridad, concluye con un signo de esperanza: después de dejar paulatinamente el templo a oscuras, se enciende una vela sobre el altar que recuerda que Jesús habrá de resucitar.
Todas estas formas de piedad dejan en evidencia que la Iglesia, como madre buena, provee de los medios necesarios para acercarnos a Dios y conocer mejor el misterio de su amor sacrificial, que es infinito. Nunca olvidemos que Cristo no se guardó nada para sí, sino que lo dio todo por nuestra salvación.
Nosotros, los fieles, debemos responder guardando ‘silencio’ -externo e interno- o fomentando el espíritu reflexivo. Debemos unirnos al duelo por la muerte de Jesucristo, tal y como lo recordaba el P. Donato Jiménez, OAR: ”Debemos hacer propios los sentimientos de la Iglesia”. Contribuye enormemente a ese propósito que ese día cumplamos con los preceptos de ayuno y abstinencia.
Lo que está roto será unido y renovado
Es importante, entonces, interiorizar que Jesús se entregó en la Cruz por cada uno. Esa entrega es personal: por mí, por tí, y no fue hecha de manera “masiva”. Es por eso que la Cruz es un signo de victoria: por la Cruz ‘muere la muerte’. En ella perece el pecado, su fuerza y sus consecuencias; Jesús libremente decidió ‘morir mi propia muerte’. ¿No es esta la victoria más grande de la historia? ¡Qué poco importa si a alguno le sabe a fracaso!
ACI Prensa